
Datos: Madrid: Nocturna, 2017; 178 pp.; col. Noches blancas; trad. de Rumi Sato; ISBN: 978-84-16858-05-7
Sinopsis: Cuando Chiaki se entera de que su antigua casera acaba de fallecer, decide asistir al funeral. Y esa última visita a la anciana le devuelve a su infancia a través de unos recuerdos en los que se entrelazan la muerte de su padre, los viajes sin rumbo de su madre, una casa protegida por un enorme álamo, un niño que sabe escuchar, una joven que arroja comida a los gatos desde las ventanas... Y sí, la casera: esa mujer huraña con cientos de cartas en un cajón y el deber de llevárselas a los muertos en cuanto fallezca.
Ventanas para airear el alma.
Pues no sé muy bien porque esta historia me recuerda al final del documental "la cueva de los sueños olvidados" de Werner Herzog. Ahí, después de haber explicado que más que de Homo sapiens habría que hablar de Homo spiritualis, da a entender que el significado más profundo del arte rupestre bien puede tener que ver con establecer una especie de puertas de comunicación con con otros mundos.
La inevitable necesidad de explorar las raíces de nuestros anhelos, de mirar en la dirección en la que parece resplandecer un poco de luz, de buscar una salida que de sentido, se puede anestesiar, pero es.
La fragilidad de una niña pequeña es un hervidero insobornable. Y las respuestas aparentemente misteriosas contienen más realidad que la que ofrece el limitado mundo de lo mesurable.
Los ritos no son supersticiones porque no son tramposos. No son atajos. Son ventanas.