
Datos: Lumen, 2018; 329 pp.; trad. de Miguel Temprano García; ISBN: 978-84-264-0440-4
Sinopsis: Es un lunes cualquiera de enero de 2013 y Felix pasa el control de seguridad para acceder al centro correccional de Fletcher. Los guardias lo miran con simpatía y benevolencia; para ellos este hombre solo es el señor Duke, un cincuentón que en sus ratos libres se dedica a organizar funciones de teatro con los reclusos. El autor elegido siempre es Shakespeare, y este año el profesor les propone La tempestad.
Felix accede sin problemas al recinto de la cárcel, llevando consigo algo muy peligroso pero imposible de detectar a través de un escáner: son las palabras, aún vivas, robustas, sonoras, de una obra donde la venganza viaja a través del tiempo y se instala en el presente. De a poco, ensayo tras ensayo, los chicos de Fletcher, que quizá nunca antes habían oído hablar de Shakespeare, convierten la obra en algo muy personal. Ahí se encuentran con sus fantasmas y con algo de sí mismos que no sabían, pero hay más: Felix, ese profesor terco y a veces aburrido, el día del estreno de la obra también podrá vengarse de quien le arruinó en el pasado
Venganza ¿Y después qué...?
Quizá nos hemos desencantado de una esperanza de salvación (de salvación absoluta) y -por miedo a sentirse frustrados, fracasados- nos conformamos con una emoción contenida, con una colección de trucos psicológicos que nos hagan tener buenas sensaciones, o al menos no malas.
Mejor que conformarse con lo superficial y lo transitorio es entregarse a los regalos. Mejor que protegerse de los desengaños es fiarse. Es mejor abandonar el museo de los propios rencores en el que nos aprisiona el orgullo y perdonar. Pero perdonar de verdad, por amor al otro, no para sentirse bien.
Es que va a ser verdad eso de que hay dos tipos de personas: los que sufren y son felices y los que sufren y no son felices.
Soy amigo de los sentimientos, forman parte de mi. Dan el relieve necesario a las cosas que pasan. Pero no quiero que sean el fin que persigo porque no dependen de mi querer libre. No actúo yo, son cosas que me pasan.
Quizá por algo de esto aguamos a Shakespeare y eludimos sus esquirlas. O igual es también por eso que esquivamos con un encogimiento de hombros condescendiente las finezas de nuestros clásicos subcreados o revelados.
O no es esto para nada, y resulta que -de momento- no podemos más que digerir su leche y no el alimento sólido.
La verdad es que no estoy seguro. Aunque creo que ser más listo no me haría estar más seguro... ni ser más feliz.
Va a ser lo de la no-estrategia…
… y en esto de traer Shakespeare a nuestras vidas me parece más conseguido En lo más crudo del crudo invierno